Título de la obra: "Elio"
Seudónimo: Nina Adam
Antonio no dejaba de observarme, la milanesa con puré enfriándose en su plato. “Comé, Toni, que cuando esté frío no te va a gustar”- frunció las cejas e intentó cortar la milanesa sin éxito. Uno creería que a los siete y medio el nene iba a saber usar tenedor y cuchillo pero le seguía costando.
“Acomoda bien los dedos, así”, le mostré usando mi mano, “ahí va, lo mismo con el cuchillo, con cuidado”. Hace dos días ya que no me decía ni una palabra. Supe desde el primer minuto que estaba sospechando de mí, atando cabos uno por uno.
Hay una oscura verdad que los amigos imaginarios sabemos pero en la que no queremos pensar demasiado: cuando tu niño aprende que sos imaginario, es hora de irse. Uno se olvida de esto, porque empiezan a pasar los meses y nos creemos eternos. Guardamos la fantasía de que todo fue un error y nuestra existencia no depende de un infante. Nosotros mismos nos olvidamos de nuestra condición imaginaria.
Toni me creó a los dos años, en medio del egocentrismo subjetivo y mágico que caracterizaba a la edad. Yo era una bola roja con dos ojos y una nariz. Me encantaría decir que es alguna metáfora pero no, su capacidad creativa en esa época llegaba hasta ahí, por lo tanto, yo también.
Con el tiempo me fui formando, o más bien, nos fuimos formando juntos. A los pocos meses hizo mi boca para que podamos charlar en la cuna después de la mamadera. Cuando empezó a correr por toda la casa, me imaginó un par de piernas para que pudiera seguirlo; así como un par de brazos para dibujar juntos. Mis colores fueron cambiando, hasta llegar a un tono rosado cercano a la piel de un humano, acompañada de pecas idénticas a las suyas.
Nunca había pensado en que Toni sepa la verdad hasta hace un año, cuando la amiga imaginaria de Pipa desapareció. Pipa y Toni juegan juntos desde que empezaron el jardín, y junto con Pipa siempre venía Lola. Es cierto que las nenas maduran antes que los varones, en el mundo imaginario se sabe muy bien, y Lola no fue la excepción.
El martes pasado, la mamá de Toni nos había ido a buscar a la escuela cuando se encontró con Andrea, la mamá de Pipa. Vieron cómo son las madres en la puerta del colegio, pueden hablar por horas cuando uno sólo piensa en cuánto falta para la merienda. Entre comentario y comentario, Andrea alardeó: “Pipa está mucho menos tímida, la verdad que la veo muy extrovertida, madura, ¡dejó de jugar con peluches y la amiguita imaginaria esa! Es una señorita”.
Toni me miró de reojo, había escuchado el término ‘amigo imaginario’ varias veces pero esta vez entendía el vocabulario. Esa noche nos fuimos a dormir en silencio, él en su cama y yo sobre el cajón de los juguetes, como siempre. Pero algo había cambiado porque, por primera vez, no sintió necesidad de decirme “buenas noches Elio”.
Cuando finalmente terminó la milanesa y casi todo el puré, Toni se encerró en su habitación sin fijarse si yo había entrado o no. Entré igualmente y lo vi jugando con autitos en el piso.
“¿Puedo jugar?”, me acerqué.
“Sí”, me deslizó el auto rojo por la alfombra y notó que no pude agarrarlo cuando pasó por delante de mí. “Levantá el auto, Elio”
“No quiero jugar ahora que lo pienso, no importa”
“Dale, levantalo”
Quise hacerlo, pero mis manos traspasaron el plástico.
“Yo sé por qué no podes”, dijo arrogante. “No sos de verdad y ya lo sé”
Un dolor punzante en el pecho empezó a complicarme la respiración. Y sabía que mi tarea era dejarlo darse cuenta, pero me invadió un instinto de lucha que jamás había experimentado. No iba a dejar que esto suceda tan rápido.
“¡Obvio que soy de verdad, tonto!”, le mentí sonriente, “sino no estaría acá charlando con vos, no podrías ni verme”
Me escaneó con la vista de arriba abajo, y el dolor en el pecho cedió. Pasaron tres minutos hasta que finalmente volvió a levantar la vista del autito y me dijo, “mamá no puede verte. Siempre que le digo que vea lo que estás haciendo, mira mal”.
Era verdad. Las mamás siempre miran un poco más a la izquierda o un poco más arriba, lo intentan pero raramente apuntan los ojos correctamente. No las puedo juzgar, por lo menos intentan.
“Eso no tiene nada que ver”, quise cambiar de tema, “dale, juguemos a otra cosa que los autitos me aburrieron”
“¿A la lucha?”
“¿Desde cuándo queres jugar a la lucha?”
“En la escuela mis compañeros lo juegan en el recreo aunque la maestra no quiere”, se rio. “Dale Elio, jugamos a eso”
Se lanzó sobre mí y yo logré moverme para el costado. Intentó de nuevo pero salté rápido, para después salir corriendo de la habitación. Corrimos juntos por la cocina, yo subiéndome a la mesa y él yendo por abajo, trepamos por el sillón y abrimos la puerta del patio de una patada. Me tiré al pasto, Toni junto a mí. Nuestros pulmones al borde del colapso pero con caras sonrientes. Y en ese preciso instante, Toni movió su mano y no sentió la mía. Me miró asustado.
Quise acomodarme para intentar cubrirme pero mi mano ya no estaba ahí. No tenía brazo derecho. Me estaba yendo de la misma manera con la que llegué al mundo, de a partes.
“¿Qué te pasa?”, escuché un tono de llanto en la voz de Toni, que me miraba perplejo.
“Tenías razón”, me rendí.
“No puede ser”
“Sí, ya está, no pasa nada”
“No quería tener razón, ¡te prometo!”
“Yo tampoco quería que la tengas esta vez, pero no es tu culpa”
“Cuando jugamos a las adivinanzas tampoco querías que tenga razón”
“Es verdad”, me reí. “Ahí no quería, pero ahora menos”
Mi pierna empezó a desvanecerse frente a nuestros ojos pero ya no tenía miedo, entendí que había llegado al hora. Le recordé a Toni que se porte bien en la escuela pero que también se acuerde de divertirse y jugar a la lucha si quiere. Que confíe en su hermano mayor y que tome menos Coca Cola.
“Pero todavía no sé usar el cuchillo, Elio, no te podes ir todavía”
“No llores. Anda a buscar los cubiertos que te enseño rápido, corre, dale”
Toni se levantó y fue a buscarlos a la cocina pero cuando volvió con el cuchillo y el tenedor, yo ya no estaba.
Lloró toda la tarde y por más que quería verme, no podía imaginarme sin saber que era un invento. Recién cuando se calmó y se hizo la hora de dormir, su papá lo ayudaba a ordenar la pieza mientras él se ponía el pijama. “¿Dónde está el autito rojo, Ton? Acá está sólo el azul”, preguntó Gustavo mirando debajo de la cama.
Toni, entre confundido y aliviado, se acostó y contestó: “se lo presté a un amigo”.
(Seudónimo: Luciérnaga)
“Entre”
Cuando me rechazas
yo no me siento rechazada
y aún así me estás diciendo
que no y aun así
me estás marcando un límite.
Pero no me siento rechazada
porque yo no estoy ahí
ni delante ni detrás
de esa línea ficticia.
Yo no estoy sobre una línea.
Yo estoy adentro.
Yo habito tus fisuras.
Estoy sentada en los escombros
de lo que debe ser.
Un poco incómoda, sí,
pero hay espacio para que vengas
y charlemos un rato.
Vos me decís
que no podés ser mi amigo,
mientras das vueltas buscando
los cimientos de lo que
(no) pudimos ser.
Derrida te explicaría mejor
esta cosa de pensar la vida
como un río
pero sin cauce ni desembocadura.
Pero entre los escombros
sólo estoy yo. Perdón.
Entonces, te digo Te quiero.
Y escucho el estruendo
de la última columna
estrellándose contra el piso.